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Durante años, te sentiste agobiado por pensamientos, sentimientos y opiniones que no parecían tener mucho sentido para los demás. A veces te preguntabas si te estabas volviendo loco. Había personas que no te gustaban, pero todos los demás parecían pensar que eran estupendas y por eso te callabas. Te sentías ansioso e incómodo en ocasiones sociales cuando todos los demás parecían felices y relajados. Había cosas que te hubiera gustado probar en la cama, pero te parecían vergonzosas y no te hubieras atrevido a mencionarlas ni siquiera a tu mejor amigo.
Aprendiste a guardar secretos para caer bien.
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Imagen: Pixabay |
Finalmente, conociste a una persona muy especial. Lo que la hacía tan especial era que, por fin, ya no tenías que disimular a su alrededor. Podías admitir verdades importantes. Podías confesar, y ser recompensado por compartir, tu yo más profundo. Era un juego favorito en esos primeros meses. Te esforzabas por llegar lo más lejos posible. Cuanto más profundo fuera el secreto, mejor. Ningún área del ser parecía estar más allá de la investigación, ningún secreto era demasiado impactante o explícito. Podías explicar que un conocido común te parecía arrogante, narcisista y mezquino. O que alguna supuesta "obra maestra" de un libro te parecía muy aburrida. Podías explicar que te gustaba tirar del pelo durante el sexo o que siempre te habían excitado las cuerdas. El amor parecía nacer de esta nueva posibilidad de sinceridad. Lo que antes era tabú dio paso a una intimidad estimulante.
El alivio de la honestidad está en el corazón del sentimiento de estar enamorado. Un sentimiento de conspiración mutua subyace en el toque de piedad que toda nueva pareja siente por el resto de la humanidad.
Pero este intercambio de secretos instala en nuestras mentes -y en nuestra cultura colectiva- un ideal poderoso y potencialmente problemático: que si dos personas se aman, deben decirse siempre la verdad sobre todo.
Entonces, inevitablemente, llega un momento de crisis. Quizás estabas en un restaurante, sentado con tu amante, la persona especial que se había unido a ti en tus convicciones más íntimas sobre todo. Y ahora, con la confianza y la seguridad que te caracterizan -en el espíritu de no tener más secretos-, mencionaste que te excitaba un poco el fascinante personaje que leía un libro en una mesa de la esquina, a solas. Pero, en esta ocasión, no hubo más sonrisa conspiradora ni acuerdo tímido pero decisivo. No hubo una inclinación ansiosa hacia delante, ni una corroboración susurrada. Sólo una mirada ligeramente dolorosa e incrédula del compañero, el receptor de confianza de todos los secretos hasta la fecha.
Nos encontramos con un conflicto fundamental en la concepción moderna del amor. Guardar secretos puede parecer una traición a la relación. Al mismo tiempo, la verdad completa parece poner la unión en peligro mortal.
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Imagen: Pixabay |
La idea de la honestidad es sublime. Presenta una visión profundamente conmovedora de cómo dos personas pueden estar juntas y es una presencia constante en los primeros meses. Pero hay un problema: seguimos queriendo hacer esta misma exigencia a medida que la relación avanza. Y sin embargo, para ser amables, y para mantener la relación, al final se hace necesario mantener un gran número de pensamientos fuera de la vista.
Quizás somos demasiado conscientes de las malas razones para ocultar algo; no hemos prestado suficiente atención a las nobles razones por las que, de vez en cuando, la verdadera lealtad puede llevarnos a decir mucho menos que toda la verdad. Estamos tan impresionados por la honestidad, que hemos olvidado las virtudes de la cortesía, esta palabra definida no como una ocultación cínica de información importante para hacer daño, sino como una dedicación a no restregar a alguien los aspectos verdaderos e hirientes de la propia naturaleza.
En definitiva, no es un gran signo de amabilidad insistir en mostrar a alguien todo su ser en todo momento. La represión, un cierto grado de contención y la dedicación a editar los pronunciamientos propios pertenecen al amor tanto como la capacidad de confesión explícita. La persona que no tolera los secretos, que en nombre de la "honestidad" comparte una información tan hiriente que no se puede olvidar, no es amiga del amor. Al igual que ningún padre le cuenta a su hijo toda la verdad, debemos aceptar la necesidad permanente de editar toda nuestra realidad.
Y si uno sospecha (y debería, con bastante regularidad, si la relación es buena) que su pareja podría estar mintiendo también (sobre lo que está pensando, sobre cómo juzga el trabajo de uno, sobre dónde estuvo anoche...), quizá sea mejor no tomar las armas y echarle en cara como un inquisidor implacable y afilado, por mucho que uno anhele hacer eso. Tal vez sea más amable, más sabio y quizás más acorde con el verdadero espíritu del amor, fingir que uno simplemente no se ha dado cuenta.
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