Elogio de las pequeñas charlas con extraños

La naturaleza y las causas de la procrastinación

Introducción

La historia de cada vida se compone tanto de la vida que llevamos como de la más rica y ambiciosa que soñamos llevar, pero que nunca llegamos a hacer... porque estamos estirados en la bañera o en el sofá, demasiado cansados o preocupados, demasiado distraídos o desesperados. Esta vida alternativa podría ser nuestra si fuéramos capaces de llegar a tiempo a nuestros escritorios, levantarnos lo suficientemente temprano, pedir a la gente lo que necesitamos, recordar lo finita que es la existencia... o ir a ver a un psicoterapeuta. Desperdiciamos algunas de nuestras mejores posibilidades por la tragedia silenciosa y no anunciada de la procrastinación.

La naturaleza y las causas de la procrastinación
Imagen: Pixabay

Nuestra vergüenza por la magnitud de nuestra dilación es parte del problema. Ya nos sentimos tan culpables por lo que no hacemos, que la sola idea de examinar nuestros errores y tomar medidas nos parece insoportable. Parece como si hubiéramos postergado demasiado para merecer un nuevo comienzo.

Deberíamos ser menos duros con nosotros mismos y, de paso, menos fatalistas sobre las posibilidades de cambio. La procrastinación es un defecto de diseño del animal humano, no un fallo personal atroz y único. Tenemos que considerar el problema de forma racional, hablar de él abiertamente y aprender a dar pequeños pasos para atenuar sus peores males.

El objetivo no es eliminar la procrastinación por completo, sino comprender sus raíces, apreciar cuándo puede atacarnos y descubrir su influencia, para poder trazar un camino ágil para evitarla. Una vez aprendido el arte de gestionar la procrastinación, a veces seguiremos pasando demasiado tiempo en el sofá, pero habremos abierto una nueva e importante posibilidad: la de morir con menos remordimientos.

Miedo y procrastinación

Tendemos a explicar por qué procrastinamos con una explicación profundamente convincente y enormemente punitiva: no nos ponemos a las tareas porque somos perezosos. No hacemos lo que deberíamos porque somos, en esencia, autoindulgentes, perezosos y (en el fondo) seguramente bastante malas personas.

La verdad es más complicada, a la vez que psicológicamente más matizada y más digna de compasión. La verdadera razón por la que somos indolentes no es tanto porque seamos perezosos como porque tenemos miedo. Lo que llamamos alegremente pereza es en realidad un síntoma y una consecuencia de la ansiedad.

Curiosamente, suele ser muy fácil ponerse a trabajar en cosas que no tienen mucha importancia. Su falta de importancia fomenta nuestro lado más ligero, más despreocupado y más productivo. Nos damos cuenta de que terminamos con ellas en poco tiempo y ni siquiera nos parece que estemos trabajando; se parece más a un juego.

Sin embargo, las cosas que realmente cuentan, que necesitamos hacer porque nuestra vida puede depender de ellas, nos aterrorizan hasta la inactividad. Tenemos tanto miedo al fracaso que no nos atrevemos a empezar. Al menos, si dejamos la tarea sin hacer, no tendremos que afrontar ningún riesgo de incapacidad o incompetencia humillante.

Este análisis señala cómo podríamos aumentar nuestra productividad. Sería aconsejable no recordarnos a nosotros mismos (o hacer que otros nos lo recuerden) lo importante que puede ser una tarea: ya lo sabemos perfectamente y ése es precisamente el problema.

Lo que hay que hacer es subrayar su relativa falta de importancia en el esquema general. ¿Y qué pasa si, al final, no conseguimos el trabajo, o perdemos el contrato o la gente que nos importa nos considera idiotas? Sucede, y se puede sobrevivir. No hay que aumentar la presión, hay que esforzarse por convertir la tarea en un calvario horroroso en lo único que sabremos afrontar con calma y energía: una obra de teatro.

Disminuir las consecuencias imaginadas de meter la pata nos libera para dedicar a la tarea toda la energía y el talento que realmente poseemos.

Bisagras que chirrían

En la gran novela de Laurence Sterne La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy (cuyas primeras partes se publicaron en 1759), hay un episodio en el que uno de los personajes revela que en su casa hay "una bisagra de puerta que chirría y que le ha molestado media vida". Es mucho tiempo para dejar una bisagra desatendida, dado que bastaría un minuto con un poco de aceite para corregir el problema. Sin embargo, todos tenemos esas bisagras en nuestras vidas.

Es un tema de gran patetismo: nuestras vidas están plagadas de pequeñas molestias que no llegamos a solucionar. Nos olvidamos de cambiar una bombilla, no rellenamos el líquido del limpiaparabrisas, un botón sigue colgando de un hilo, no repintamos una pared.

Parte del problema es que somos snobs con respecto a la felicidad: el asunto es tan pequeño y, sin embargo, funcionamos con la sensación de que nuestra satisfacción debe estar compuesta por elementos enormes y prestigiosos (más dinero, una casa más grande, un gran trabajo). Dejamos de lado la bisagra o el botón porque no podemos imaginar que nuestro estado de ánimo pueda ser rehén de elementos tan triviales.

Sin embargo, si lo consideramos generosamente, gran parte de lo que sentimos está determinado por "cosas menores". Insistimos en una visión heroica de nuestras vidas, en la que lo único que importa son las grandes transformaciones, y descuidamos lo mucho que -acumuladamente- suman las pequeñas cosas.

Las cosas pequeñas no sólo incluyen artículos domésticos, sino también dinámicas menores en nuestras relaciones con nosotros mismos y con los demás. Puede que durante media vida no hablemos con nuestra pareja de lo mucho que nos irrita su forma de aludir a nuestra madre o de lo mucho que preferiríamos que no cortara el pan de una forma determinada. Podemos pasarnos décadas evitando cierto tipo de introspección o momento de autoconocimiento. No tenemos en cuenta la forma en que planificamos la felicidad. Las tareas que debemos asumir no sólo incluyen las grandes y prestigiosas en torno al estatus y el trabajo; también debemos centrarnos en un buen número de bisagras que chirrían.

Ocupaciones

Una de las formas más extrañas que adopta la procrastinación parece -a primera vista- su exacto opuesto. Ocurre cuando alguien (que podríamos ser nosotros mismos en ciertos estados de ánimo) parece estar extremadamente ocupado.

A primera vista, se esfuerza mucho: en la escuela termina los deberes con tiempo suficiente; en el trabajo, se afana en las tareas asignadas; su casa está ordenada y la nevera siempre bien surtida; las cuentas de la casa están en orden; las cartas de agradecimiento se escriben a una velocidad récord.

Pero en secreto hay una gran cantidad de procrastinación. Estas personas ocupadas eluden un orden diferente de emprendimiento: se dedican a lo que podríamos llamar procrastinación emocional. Son prácticamente un hervidero de actividad y, sin embargo, no llegan a averiguar lo que realmente sienten ante una pérdida. Retrasan constantemente la investigación de sus propias respuestas a un insulto. Se demoran cuando se trata de comprender los sentimientos particulares de un compañero. Van a una exposición, pero no se ponen a pensar en lo que el arte significa para ellos; se reúnen regularmente con amigos, pero no se ponen a pensar en el sentido de una amistad concreta.

Su ajetreo es, de hecho, una sutil pero poderosa forma de distracción. Son, a su manera, mucho más perezosos que alguien que haya pasado la tarde mirando por la ventana.

Mirar por la ventana

Tendemos a reprocharnos a nosotros mismos por mirar por la ventana. Se supone que deberías estar trabajando, o estudiando, o tachando cosas de tu lista de tareas. Puede parecer casi la definición de tiempo perdido. Parece que no produce nada, que no sirve para nada. Lo equiparamos con el aburrimiento, la distracción y la inutilidad. El acto de ahuecar la barbilla con las manos cerca de un cristal y dejar que los ojos se pierdan en la distancia media no suele gozar de gran prestigio. No vamos por ahí diciendo: "He tenido un gran día: el punto álgido ha sido mirar por la ventana". Pero tal vez en una sociedad mejor, eso es lo que la gente se diría en algunos momentos.

El objetivo de mirar por la ventana no es, paradójicamente, descubrir lo que ocurre fuera. Es, más bien, un ejercicio para descubrir el contenido de nuestra propia mente. Es fácil imaginar que sabemos lo que pensamos, lo que sentimos y lo que pasa por nuestra cabeza. Pero rara vez lo sabemos del todo. Hay una gran cantidad de lo que nos hace ser quienes somos que circula sin explorar y sin utilizar. Su potencial está sin explotar. Es tímido y no emerge bajo la presión de un interrogatorio directo. Si lo hacemos bien, mirar por la ventana nos permite escuchar las sugerencias y perspectivas más silenciosas de nuestro yo más profundo.

Platón propuso una metáfora de la mente: nuestras ideas son como pájaros que revolotean en la pajarera de nuestro cerebro. Pero para que los pájaros se posen, Platón entendía que necesitábamos periodos de calma sin propósito. Mirar por la ventana ofrece esa oportunidad. Vemos que el mundo sigue su curso: una parcela de hierba resiste el viento; un bloque de pisos gris se asoma a través de la llovizna. Pero no necesitamos responder; no tenemos intenciones generales, y así las partes más tentativas de nosotros mismos tienen la oportunidad de ser escuchadas, como el sonido de las campanas de la iglesia en la ciudad una vez que el tráfico se ha calmado por la noche.

Las sociedades obsesionadas con la productividad no reconocen el potencial de la ensoñación. Sin embargo, algunas de nuestras mejores ideas surgen cuando dejamos de intentar ser resueltos y respetamos el potencial creativo de la ensoñación. La ensoñación es una rebelión estratégica contra las excesivas exigencias de las presiones inmediatas (pero, en última instancia, insignificantes), en favor del difuso, pero muy serio, trabajo de descubrir el yo profundo inexplorado.

mirando por la ventana
Imagen: Julian Majer/Pexels

La pérdida de la trama

Ulises de James Joyce, publicado en 1922, es una piedra angular de la literatura modernista, pero su control sobre nuestra atención se ve comprometido por un factor significativo: el libro apenas tiene argumento. En cada momento somos conscientes de que están ocurriendo muchas cosas, pero no está nada claro cómo encaja todo: Joyce intentaba transmitir la confusión de la existencia moderna. Su novela, aunque ampliamente estimada, tiene un público muy limitado porque rechaza nuestro apetito por la trama. En los libros, queremos saber por qué ocurre algo y a qué va a conducir. Nos gusta poder trazar de forma sencilla las conexiones entre causas y efectos. No nos gustan mucho los libros sin argumento.

Esta tendencia no sólo se aplica a la literatura. En la vida en general, las cosas pueden resultar muy aburridas -y por tanto muy improductivas- cuando perdemos de vista la trama. A menudo, por extraño que parezca, perdemos la trama de nuestras propias vidas y, como resultado, nos bloqueamos y nos volvemos infructuosos. Podemos empezar a preguntarnos por qué debemos hacer un determinado trabajo o por qué debemos esforzarnos tanto en una relación. Podemos despertarnos una mañana y cuestionarnos por qué hemos asumido determinados compromisos en el amor o en torno a la familia. A lo largo de varios años de un proyecto importante, podemos perder de vista por qué es importante lo que estamos haciendo. No estamos del todo seguros de que nuestros esfuerzos lleguen a ser gran cosa; o de cómo lo que hacemos semana a semana contribuye al conjunto.

Lo más importante es que puede haber muy buenas razones para seguir adelante; sólo que tienen la costumbre de nublarse en nuestra mente. Necesitamos dar un paso atrás con regularidad y volver a trazar la trama desde el principio hasta el momento presente. Necesitamos reorientarnos en la trayectoria de nuestra propia vida. Necesitamos recordarnos a nosotros mismos la lógica continua de lo que debemos hacer y a lo que nos hemos comprometido. Necesitamos contar la historia de nuestras vidas de forma que podamos seguir iluminando el propósito de los pequeños y grandes retos de los días que tenemos por delante.

La dilación de los demás

En teoría, sabemos que los demás deben procrastinar. No es posible que seamos la única persona en el mundo que sufre esta particular maldición. Pero en la práctica la mayoría de las veces se siente así. Hay una trágica asimetría natural de conocimiento que surge porque la gente normalmente sólo procrastina cuando está sola y fuera de la vista. Esto significa que conocemos nuestros horribles hábitos de pérdida de tiempo y evasión desde dentro. Pero sólo vemos el exterior liso y fructífero de los demás.

Vemos a nuestros colegas y amigos sobre todo en sus momentos más activos y comprometidos. No vemos hasta qué punto se están quedando cortos en sus propias ambiciones. Puede parecer que han logrado mucho, pero su experiencia privada puede ser de una torturada frustración, en la que son muy conscientes de la brecha entre sus ambiciones y sus resultados.

Tenemos que construir una imagen más precisa e imaginativa de cómo deben ser realmente los demás. A pesar de la falta de pruebas, tenemos que adivinar -tras la fachada de productividad que presentan los demás- las largas horas en las que sus mentes se habrán sentido atascadas en primera, incapaces de ponerse en marcha en algo serio o exigente; sus fracasos a la hora de afrontar las cuestiones difíciles en torno a las decisiones; las cosas que habrán abandonado porque no podían reunir la energía intelectual para abordarlas adecuadamente, las horas que habrán pasado en Internet buscando calcetines de lana o vacaciones en Tailandia.

Sigue siendo un problema que procrastinemos; pero no es un problema único, ni siquiera inusual. Cuando no nos ponemos manos a la obra, estamos participando a nuestra manera, dolorosa, en el amplio dolor de la condición humana.

Perfeccionismo

A veces procrastinamos por el problema del perfeccionismo: somos tan ambiciosos sobre cómo podría resultar algo que nos ponemos muy nerviosos por nuestros propios tropiezos iniciales.

Nada parece estar bien; damos un primer paso pero nos horroriza la crudeza y la calidad amateur que se muestra; está tan lejos de lo que idealmente querríamos que fuera, que caemos en la desesperación y dejamos las herramientas. A nosotros, que nos gusta tanto la perfección, no podemos tolerar el desfase entre lo que hemos hecho y el nivel de los productos maduros acabados que admiramos.

Somos como los visitantes de una galería que se maravillan ante un dibujo bellamente realizado o el lector de un poema que se asombra de la elegante precisión de cada palabra en una página, en comparación con la cual nuestros propios esfuerzos nos parecen condenables y patéticos.

Para ayudarnos a nosotros mismos, deberíamos -aunque sólo sea en nuestra imaginación- viajar al estudio del artista o mirar por encima del hombro del escritor en su escritorio. El estudio y el taller son los lugares donde nos encontramos con la agonía de la creación antes de alcanzar la perfección: podemos ver las primeras versiones destrozadas, los primeros borradores abandonados. Podemos presenciar las lágrimas de frustración, las mañanas desperdiciadas, los ataques de autorreproche, las múltiples etapas de corrección y ajuste. En cierto modo, son más valiosos que los resultados acabados, porque nos muestran lo normales que son nuestros esfuerzos imperfectos y lo poco que se interponen en el camino para que las cosas finalmente funcionen.

Nos volvemos productivos cuando aprendemos a perdonarnos los horrores de nuestros primeros borradores. Y lo hacemos, sobre todo, tomando medidas para conocer los primeros borradores de quienes más admiramos.

Una breve historia de la procrastinación

Deberíamos sentir simpatía por la posición que ocupamos en el tiempo. Si elaboráramos una Historia de la Procrastinación, veríamos rápidamente que vivimos en una época de aguda agonía en torno a la procrastinación, en la que es más probable que nos sintamos humillados por el desfase entre lo que hemos conseguido y lo que nos esforzamos por hacer. No somos simplemente perezosos: tenemos la Historia en contra.

- 10.000 AC:

La procrastinación es rara; y la distracción apenas existe. Hay poca necesidad de reflexión o de una larga formación. Sólo unas pocas personas -jefes de tribus y magos- necesitan pensar. Una sola idea nueva (podríamos afilar el filo de una piedra para poder usarla para cortar cosas; podríamos almacenar agua en una olla) tiene vigencia durante siglos. Se puede hacer el trabajo del día en unas pocas horas como máximo. Se lamenta poco de la vida que no se ha conseguido llevar.

- El Imperio Romano, 100 d.C:

La indolencia se considera el mayor objetivo de la vida: pasar los días en los baños y en las cenas es el ideal (aunque, por supuesto, en la práctica esto sólo está al alcance de unos pocos). Se da por sentado que todo el mundo odia por naturaleza el trabajo, por lo que los esclavos, los campesinos y los siervos se mantienen bajo una supervisión constante y brutal. Todas las formas de artesanía y comercio están mal vistas. La procrastinación se considera excelente: es de esperar que se pueda seguir posponiendo cualquier cosa molesta o desagradable durante toda la vida.

- York, Inglaterra, siglo XIII

Desde la infancia se te entrena en tu línea de trabajo; siempre hay un maestro cerca que te dice lo que tienes que hacer, vigilándote cada minuto. El trabajo intelectual se limita a repetir ideas tradicionales: no se espera que nadie sea original. Se nace en un puesto en la vida y es casi imposible ascender o descender de él. No se procrastina porque gran parte de la vida se rige por el ritual y la tradición: cada acción tiene su tiempo asignado, dictado por toda la sociedad. Se espera que los proyectos avancen muy lentamente: se tarda unos cuantos siglos en construir una catedral y a nadie le importa demasiado.   

- Londres, mediados del siglo XIX

"Trabajo" de Ford Madox Brown, comenzado en 1852 y terminado en 1865 (irónicamente, el artista postergó durante 13 años la finalización de su homenaje a la actividad extenuante).

El trabajo de todo tipo se ha convertido en algo sagrado; nuestro trabajo complace a Dios. Ser ocioso es un vicio, acumular dinero es una gran virtud. La potente demanda de "respetabilidad" hace que la gente pase incluso sus horas de ocio leyendo libros de mejora. Todo el mundo empieza a quejarse de que ya no tiene tiempo. En las grandes ciudades se instala un espíritu frenético. Una nueva ideología implica que todo el mundo podría reiniciar el mundo desde cero cada mañana, o debería sentirse mal por no hacerlo.

- El mundo contemporáneo:

El trabajo es nuestra nueva religión. Somos la suma total de nuestros logros. Siempre podríamos estar haciendo algo más. Al mismo tiempo, las posibilidades de distracción han aumentado exponencialmente. Internet es necesario para casi todas las actividades, pero es -por un trágico error- la fuente de distracción más rica jamás inventada. Las mentes más ambiciosas y perspicaces del planeta se esfuerzan incesantemente por incitarnos a buscar nuevas formas de divertirnos cuando deberíamos estar trabajando: las oportunidades de procrastinación se multiplican masivamente y se introducen amplia y profundamente en nuestras vidas. El empleo es inseguro, cualquier fracaso puede ser fatal. Hay presión para justificar nuestra existencia cada día. La procrastinación se convierte en un pecado secular central: la revelación íntima de una falta de aptitud para la vida; sin embargo, los incentivos y las oportunidades para la procrastinación son máximos. La odontología y la fontanería son excelentes, pero con respecto al trabajo, merecemos auténtica piedad y ternura por la desgracia de haber nacido en esta fase de la historia del mundo.

La distracción de las noticias

Las noticias comenzaron como un boletín urgente de hechos entregados a personas con una necesidad desesperada de saber cosas: los ñus están en la charca; si comes este tipo de baya morirás; las tropas enemigas se están concentrando en la frontera occidental; el hermano menor del rey está tramando un golpe de estado. Las noticias eran vitales y difíciles de obtener; eran el estímulo directo para la acción y una guía para la toma de decisiones sabias. Se necesitaban las noticias para vivir bien.

Pero el concepto moderno y democrático de las noticias lo olvida tranquilamente. Cada día, nos envía un dossier masivamente ampliado, de modo que estamos informados de casi todo lo que ha sucedido en cualquier parte del mundo en las horas anteriores: un asesinato en una ciudad lejana a la nuestra, una actualización de la situación del sector minero en Australia, el descubrimiento de una cabeza cortada en Tokio, los acontecimientos en un banco en Francia, el tiempo en Siberia... aunque no hay absolutamente nada que podamos o debamos hacer con ninguno de estos conocimientos. No hace más que desordenar nuestra mente y distraernos de nuestras verdaderas prioridades.

Nos hemos inculcado la idea de que es necesario y profundamente prestigioso seguir constantemente lo que ocurre en el mundo y nos hemos dotado colectivamente de infinitas oportunidades para hacerlo. Es la distracción ideal: escudriñar las noticias sigue pareciendo urgente e importante, aunque en general haya dejado de guiar nuestras acciones y se haya convertido en la mayor fuente de procrastinación sin sentido.

Deberíamos -cuando podamos- atrevernos a desconectar las noticias y centrarnos en una prioridad mucho más urgente: el curso de nuestras propias vidas.

distraccion
Imagen: Matheus Bertelli/Pexels

La distracción de la pornografía

El pintor inglés del siglo XIX, J. M. W. Turner, fue célebre por sus paisajes heroicos de mentalidad noble y sus bocetos impresionistas.

Pero también pasó mucho tiempo haciendo un gran número de dibujos pornográficos más o menos explícitos. Cuando se suponía que debía pintar una majestuosa puesta de sol, a menudo procrastinaba dibujando a lápiz algunas escenas eróticas. Le interesaba especialmente la felación.

Tras la muerte de Turner, su albacea -el crítico y reformador social John Ruskin- ocultó cuidadosamente los dibujos para proteger la reputación de Turner como gran artista. Pero en realidad Ruskin nos hizo un flaco favor. Intentó ocultar al mundo una evidencia crucial: incluso un artista enormemente logrado y exitoso como Turner estaba plagado de vacilaciones y evasiones del trabajo real mediante el uso de imágenes sexuales.

Comer

La necesidad de comer nunca resulta tan imperiosa o atractiva como cuando tenemos una necesidad previa de ponernos a trabajar. Hay un apetito particular que desciende justo en el momento en que tenemos que empezar a escribir un informe o completar una serie de cartas.

Alguien que nos encontrara en la cocina en esos momentos, comiendo una cuarta galleta de chocolate o cortando otro trozo de tarta de limón, podría describirnos fácilmente como codiciosos. Pero, por supuesto, no es realmente comida lo que estamos deseando. Comemos porque lo que realmente queremos no está disponible, y eso es tranquilidad, confort y ánimo para los retos de ponerse a trabajar.

No necesitamos alimentos dulces, sino una amistad en la que podamos confesar nuestras ansiedades más oscuras y ser escuchados y perdonados; necesitamos ayuda para calmarnos ante un plazo de entrega, con la seguridad de que podemos resistir lo peor que se nos pueda presentar. Necesitamos a alguien que nos ayude a descubrir nuestros verdaderos talentos y nos guíe para realizar nuestro verdadero potencial.

Sabemos que, cuando buscamos un tubo de patatas fritas o mordemos otro burrito, el problema no está ahí. Simplemente no sabemos a qué otro lugar acudir y, al menos, podemos encontrar una satisfacción a corto plazo. Nuestra tragedia no es nuestro apetito desenfrenado, sino la dificultad que tenemos para acceder a las cosas emocionales y psicológicas que alimentarían nuestras almas ansiosas y procrastinadoras.  

Angustia existencial

Un niño de siete años está en una juguetería con su abuela, que le va a comprar un regalo. Intenta decidirse. Podría conseguir unas piezas especiales de Lego, que le abren una visión de la nave espacial que podrá hacer. O puede comprar un puente giratorio de madera por el que pueda pasar con sus maquetas de coches, y con el que pueda provocar accidentes increíbles. Pero no puede tener las dos cosas.

El resultado de esta necesidad de elegir es la indecisión y un grado de agonía. El niño pregunta a su abuela si pueden volver otro día. Hasta que se decida, ambas perspectivas siguen siendo posibles. Sólo cuando se decante por una u otra llegará el momento fatal. Elija lo que elija, perderá la otra, y la zona especial de felicidad que promete. Es un momento difícil. Su abuela hace todo lo posible por complacerle, pero él está sumido en la agonía de la elección: se enfrenta a lo que los filósofos han llamado Angustia Existencial.

En 1843, el filósofo danés Soren Kierkegaard (que desarrolló el término Angustia) publicó un libro titulado Either/Or. Su tesis era que la vida nos obliga constantemente a tomar decisiones: podemos casarnos y estar constreñidos, o ser libres pero perdernos la acogedora compañía a largo plazo; podemos ser sobrios y reflexivos pero estar aislados de nuestro tiempo o podemos unirnos, ser sociables, pero saber en el fondo de nuestra mente que estamos desperdiciando nuestras vidas; podemos buscar fama y dinero, y estresarnos mucho o podemos optar por una vida tranquila, pero estar siempre atormentados por la idea de que estamos eludiendo nuestras verdaderas posibilidades. Kierkegaard hizo otra observación: la dificultad de elegir hace que muchos de nosotros nos pasemos la vida evitando la elección, que acaba siendo una especie de elección en sí misma. A sus ojos, no hay más alternativa que afrontar la elección y el compromiso que toda elección conlleva. La procrastinación no es un mero retraso, es un síntoma de no reconocer que los seres humanos tenemos que elegir y siempre salimos perdiendo con la elección.

Procrastinamos, a veces, en un intento desesperado de mantener a raya las crueles limitaciones de la realidad. Si nos cambiamos de ciudad, puede que tengamos nuevas perspectivas de trabajo, pero perderemos a nuestros amigos actuales; si nos dedicamos a una carrera concreta, se descuidarán otras facetas de nuestro carácter; si rompemos una relación, pues seremos libres, pero perderemos todos los momentos más dulces que tenemos con esa persona.

Si retrasamos la elección, todas las opciones parecen seguir vivas, al menos como posibilidades, pero sólo por un tiempo. Sin embargo, se trata de una grave ilusión. Deberíamos aplacar nuestra procrastinación aceptando que no elegir es en sí mismo una elección y que cada elección significará necesariamente perderse algo importante. Deberíamos mejorar y acelerar la toma de decisiones, seguros de que (como nos enseñan los filósofos existenciales) cada decisión será, a su manera, ligeramente errónea y algo triste.

Psicoanálisis

Una idea central del psicoanálisis es que los problemas de la vida adulta suelen tener importantes raíces en la infancia. Es posible que hayamos iniciado una forma de actuar y sentir a una edad temprana como forma de afrontar lo que entonces era un reto muy serio. Pero luego tendemos a mantener este patrón emocional en la vida posterior, incluso cuando ya no es realmente necesario y conlleva algunos costes considerables.

En torno a la procrastinación, el psicoanálisis podría plantear una pregunta que suena extraña, pero que resulta útil: ¿por qué un niño puede encontrar útil no avanzar en un proyecto o abstenerse de aplicar sus mejores habilidades de forma concertada? ¿Por qué querría un niño retrasarse? Y, por extensión, ¿por qué la versión adulta de este niño puede seguir saboteando su trabajo?

La respuesta es que, en algún momento, debió existir una sensación de peligro asociada a la realización de las cosas. No procrastinar era un riesgo. Tal vez los logros se consideraban un alarde; tal vez había un hermano mayor rivalizador dispuesto a atacar cualquier signo de excelencia. Tal vez un padre frágil y competitivo se sintiera amenazado por el éxito de su propio hijo o un padre ansioso sintiera pánico ante el menor signo de fracaso, del tipo que exige el logro en sus primeras etapas. En tales circunstancias, un niño podría aprender a sabotear sus propias capacidades: podría sentir que es demasiado peligroso concentrarse adecuadamente e impulsar sus poderes, y en su lugar podría estancarse y contenerse.

El psicoanálisis nos promete que, al tomar conciencia de las dinámicas infantiles, podemos liberarnos del pasado. El hermano mayor rivalizador vive ahora en otro país (y nos llevamos bien con él). El padre frágil y competitivo ya está muerto. No hay necesidad de seguir jugando con las estrategias defensivas que desarrollamos en relación con amenazas que ya no existen. Podemos atrevernos a poner manos a la obra, tomarnos nuestro tiempo y tener éxito, sin miedo a que nuestro logro amenace a alguien a quien queremos.

El monasterio

Los monasterios se crearon para ayudar a la gente a concentrar su mente. En cierto sentido, eran máquinas gigantes y hermosas para ayudarnos a evitar la procrastinación. Partían de un supuesto pesimista muy útil: por naturaleza nos desviamos con mucha facilidad y necesitamos toda la ayuda posible para dedicarnos a las tareas con las que teóricamente estamos comprometidos.

Los monasterios incorporaron cuidadosamente una serie de características para ayudarnos a evitar la procrastinación. Suelen estar situados en lugares remotos, para mantener a raya las tentaciones de la ciudad. Tenían códigos de silencio - para restringir los chismes. Regulaban cada momento del día - para combatir la ociosidad. Los monjes tenían poco o ningún dinero personal, por lo que los pensamientos de compra no les distraían. Debían meditar constantemente sobre la muerte y la brevedad de la vida, para fomentar el sentido de la urgencia. Tenían un sistema de confesión regular y supervisión espiritual, para que las tendencias de pérdida de tiempo pudieran ser reconocidas y curadas adecuadamente. Los muros del monasterio eran muy gruesos, para evitar ruidos molestos. Había agradables pasillos bajo arcos cubiertos, porque algunas de nuestras mejores ideas surgen cuando estamos paseando.

El polo opuesto al monasterio es la oficina en casa, un lugar diseñado para maximizar la distracción y los incentivos a la pereza: nadie nos observa, hay una cama y una nevera tentadoramente cerca; podríamos hacer la colada o repintar el baño o resolver dieciocho sudokus seguidos. O, por supuesto, podríamos buscar las imágenes eróticas de Turner. La oficina en casa comete un error halagador, pero fatal: asume que estamos inclinados por naturaleza a trabajar y que sólo necesitamos más libertad para dar rienda suelta a nuestro potencial productivo.

Los monasterios están ahí para recordarnos que, si queremos pensar y alcanzar un alto nivel, puede que tengamos que hacer muchos cambios en nuestras rutinas y en la estructura de nuestras vidas. No debemos culpar sólo a nuestra fuerza de voluntad. Podemos culpar a toda la configuración arquitectónica y social que rodea nuestra forma de trabajar.

interior de monasterio
Imagen: Abdel Rahman Abu Baker/Pexels

Excentricidad inteligente

Honore de Balzac fue uno de los escritores más productivos del siglo XIX, con varias novelas al año durante más de dos décadas. Para conseguir semejante logro, desarrolló una rutina de trabajo excepcionalmente excéntrica. Descubrió que normalmente no podía escribir durante el día, así que dormía por la mañana y de nuevo por la noche y se levantaba alrededor de la 1 de la madrugada. Se ponía una gran túnica monástica con capucha y escribía durante las horas de oscuridad, a menudo hasta las ocho de la mañana. Mientras trabajaba, bebía unas cincuenta tazas de café (que mezclaba con chocolate y brandy), lo que tenía un efecto inmenso en su cerebro: "Las ideas se ponen en marcha rápidamente como los batallones de un gran ejército".  

Si se le hubiera obligado a trabajar en condiciones normales en una oficina durante las horas de trabajo, o si hubiera tenido que llevar ropa normal, si se le hubiera prohibido tomar su bebida especial... habría sido (podemos imaginar) profundamente improductivo. La enorme producción de Balzac no era un reflejo de la extraña ausencia del deseo de procrastinar; más bien dependía de las notables estrategias que adoptó para combatir su propia resistencia al trabajo. Se tomaba muy en serio su procrastinación y estaba dispuesto a llegar a extremos dramáticos para superarla.

Nuestra propia productividad podría transformarse si -como Balzac- siguiéramos nuestros instintos más extraños y configuráramos adecuadamente nuestras vidas en torno a las necesidades reales de nuestro temperamento laboral.

Fechas límite

Es un hecho humillante de la naturaleza humana que los plazos funcionan. Dependemos enormemente de que otra persona -un jefe, un supervisor, un cliente, un editor o quizás un padre- nos imponga una exigencia y nos amenace (aunque sea de forma civilizada) con castigarnos si no cumplimos los plazos. Puede que nos sintamos resentidos, que tengamos que decir hasta tarde o que hagamos esfuerzos frenéticos hasta el último minuto, que maldigamos al guardián de la fecha límite... pero casi seguro que conseguimos hacer el trabajo y estamos en privado un poco agradecidos por la supervisión.

Desgraciadamente, sólo algunas de las tareas importantes de la vida tienen plazos. Para la mayor parte de lo que realmente importa, no hay nadie que nos dé órdenes; a nadie parece importarle. Nuestro trabajo no se espera en ningún momento.

Al tratar con un cliente difícil, un colega de alto nivel puede sugerir un plazo definido y preguntas precisas para hacer. Pero no hay un plazo claro para tomar medidas para resolver un problema difícil en una relación. No hay nadie que diga: "Tienes que cenar con tu pareja esta noche y hacer estas cinco preguntas y escuchar atentamente las respuestas sin interrumpir. Las discutiremos por la mañana y formularemos una buena respuesta'. Nadie nos ha dado un plazo para averiguar qué trabajo deberíamos hacer realmente, o cómo podríamos resolver mejor un conflicto en nuestra familia. No hay plazos para mejorar la relación con los hijos ni para saber cómo ser creativo. Por eso, estas cuestiones espinosas y vitales tienen la costumbre de ser dejadas de lado e ignoradas.

De forma dolorosa, pero productiva, lo que tenemos que hacer es crear plazos para nosotros mismos. Tenemos que convertirnos en nuestros propios jefes internos. Además, tenemos que informar a los demás de nuestras intenciones y, en sentido figurado, hacer que esperen de nosotros una cantidad específica de progreso en una fecha determinada. Tenemos que invitar a un cierto grado de insistencia por parte de personas sin interés previo en cumplirlo, porque esto es mejor que la alternativa: desperdiciar nuestras vidas. Por último, debemos tener siempre presente el plazo final, quizá colocando una calavera o una radiografía de un páncreas canceroso en un lugar destacado de nuestra mesa.

Cómo burlar la procrastinación

  1. Una forma de romper la parálisis en torno a una tarea desagradable es introducir una tarea aún más desagradable, en comparación con la cual la primera tarea empieza a parecer más atractiva.
  2. Una buena forma de empezar a trabajar en un informe tedioso es, por tanto, evocar el espectro de una carta de agradecimiento largamente retrasada o una llamada telefónica a un familiar tedioso pero amable.
  3. Trabaja fuera de línea tanto como sea posible; Internet es - claramente - el enemigo.
  4. Utiliza un temporizador: trabaja durante 15 minutos y ni un momento más. Si eso no ayuda, prueba con cinco minutos. Humíllate para encontrar una unidad de tiempo a la que puedas ceñirte. Puede ser sólo un minuto y medio. A menudo lo es.
  5. Utiliza títulos de trabajo muy precisos para tus esfuerzos: "Primera versión de la basura"; "Segunda versión marginalmente menos basura"; "Boceto inicial patético". No esperes que esté bien durante mucho tiempo. Si es que alguna vez lo está.
  6. Divida una tarea en 100 secciones. Anota qué porcentaje se ha hecho. Para un informe de 1.500 palabras, cada frase es prácticamente el 1%.
  7. Darse una ducha, dar un paseo en coche. A menudo tenemos nuestras mejores ideas cuando, en teoría, no deberíamos estar trabajando. La mente tiene tanto miedo de pensar que tiende a esperar a dejar salir sus pensamientos más valiosos hasta que estamos en un descanso.

Elogio de la procrastinación

Estamos tan acostumbrados a los problemas de la procrastinación, que podemos pasar por alto que puede haber algunas cosas que valorar en esta condición. Precisamente, la palabra procrastinación sólo significa esperar, hasta mañana -o un día más lejano-. Y a veces, al menos, es algo muy sabio y útil.

Los cerezos, por ejemplo, procrastinan mucho. Pueden pasar cinco o siete años antes de que un nuevo árbol dé frutos. Un olivo puede necesitar doce años. Pero los frutos que surgen de una gestación tan lenta son testigos de las ventajas de la procrastinación, ya que son ricos, experimentados y evocan una sucesión de largos veranos y agudos inviernos.

Puede ser una buena idea procrastinar en torno a tener relaciones sexuales con alguien o en torno a elegir una carrera; podemos ser legítimamente demasiado jóvenes para conducir o salir de casa, para dirigir nuestro propio negocio o para levantar un edificio.

Hay muchas tareas importantes que no podemos apresurar: no podemos hacer crecer a nuestros hijos rápidamente, no podemos escribir una buena novela demasiado rápido, no podemos completar con éxito una psicoterapia en unos pocos días; podemos tardar años en reunir nuestras ideas sobre cómo dirigir una empresa o estructurar un departamento...

El pintor francés de finales del siglo XVIII y principios del XIX Jean-Auguste-Dominique Ingres dudó durante décadas sobre algunas de sus obras más impresionantes. Empezó a pintar Edipo y la Esfinge en 1807, cuando tenía más de veinte años, pero no lo terminó hasta 1827, cuando ya tenía más de 40 años.

En los años transcurridos cambió muchos detalles, repintó muchas veces algunas partes y añadió porciones adicionales de lona en la parte superior y en los laterales.

Nuestra sociedad es muy buena a la hora de honrar ciertos tipos de velocidad. Nos impresiona la rapidez con la que algunas personas pueden correr o conducir un coche. Pero estamos mucho menos familiarizados con la idea (igualmente importante) de honrar a aquellos que precisamente no hicieron algo rápido -y lo hicieron bien porque lo hicieron muy lentamente-.

Durante la Segunda Guerra Púnica (218-201 a.C.), el brillante general cartaginés Aníbal invadió Italia y llegó hasta los muros de Roma. Fabio Máximo fue designado para dirigir la defensa de su país, pero en lugar de dar batalla inmediatamente, se mantuvo deliberadamente fuera del alcance del enemigo. Acosó sus líneas de suministro y los mantuvo en movimiento e impidió la llegada de refuerzos. El derramamiento de sangre fue mínimo. Incapaz de mantener su campaña, Aníbal se retiró finalmente de la península italiana y la nación se salvó. Fabio Máximo no se demoró por cobardía o estupidez, sino porque ésta era la estrategia más sabia, más humana y más eficaz.

Al recordar los problemas que la impaciencia trae a nuestras vidas, podemos ganar un grado inesperado de admiración y simpatía por la procrastinación. En principio, no es una mala cualidad, sólo que no siempre la utilizamos de forma correcta. No es tanto que debamos intentar dejar de procrastinar en todos los sentidos; lo ideal es dirigir nuestra capacidad de retrasar a los lugares en los que este movimiento es más útil.

Procrastinación selectiva

Nadie puede ser eficiente en todas las áreas de su vida. Una persona llamada "de éxito" no es alguien que logra todo lo que hace; es alguien que ha concentrado sus energías con una intensidad inusual en un conjunto particular de cuestiones.

En la vida de toda persona que consigue hacer mucho, hay, inevitablemente, muchas cosas que ha evitado. Hay muchas tareas que se han dejado de lado y muchas obligaciones que se han descuidado. Los logros dependen, sobre todo, de no hacer una gran cantidad de cosas que, en un sentido amplio y razonable, uno realmente debería hacer. La persona eficiente puede ser considerada profundamente perezosa en algunas áreas de la vida; ha sido una experta en desgastar su sentido de la responsabilidad; es buena para evitar muchos detalles con el fin de concentrarse en un solo objetivo.

El padre eficiente puede haber descuidado mucho el mantenimiento de la casa. El magnífico contable puede haber sido un desastre a la hora de mantenerse al día con las últimas películas y novelas de alto nivel. El devoto empresario puede haber eludido muchas conversaciones complicadas en torno a su relación.

Una buena vida no requiere que desterremos la procrastinación por completo, sino que implica tomar decisiones sobre dónde nos permitiremos ser ineficientes, en nombre de tener una oportunidad de alcanzar la excelencia en otros ámbitos.

Los límites del trabajo duro

El Duque de La Rochefoucauld fue un aristócrata francés del siglo XVII que escribió uno de los mejores libros de todos los tiempos, las Máximas, en unas pocas semanas, cuando tenía poco más de cincuenta años.

Las Máximas son un libro extremadamente delgado: compuesto por sólo unas quinientas observaciones sabias y encantadoras, que rara vez superan las 100 palabras - por ejemplo: "Si no tuviéramos defectos no encontraríamos tanto placer en ver los defectos de los demás" o "El mundo premia más a menudo los signos externos del mérito que el mérito mismo".

Y lo que es más sorprendente, escribir el libro no le costó a La Rochefoucauld un gran esfuerzo, como sugiere brevemente: A menudo sucede que las cosas vienen a la mente de una forma más acabada de lo que se podría haber logrado después de un gran estudio". Escribió la mayor parte de la obra durante las fiestas del té, confesó ser una persona muy perezosa, que sólo escribía cuando le apetecía, y aunque nunca esperó que se vendiera bien, le granjeó un respeto inmediato y una fama duradera. Voltaire dijo que era el libro más importante de la literatura francesa, lo que sigue pareciendo un veredicto acertado.

Para la imaginación burguesa, es una historia escandalosa: La Rochefoucauld no trabajó mucho, no trabajó mucho, y su pequeño libro se ha vendido bien durante más de trescientos cincuenta años.

Esto viola nuestro culto al trabajo duro, y nuestra firme creencia de que los esfuerzos enormes y constantes son siempre la base del éxito. No soportamos la idea del dandi inspirado. Se ha convertido en una norma escuchar a cualquier persona que desee ser vista como una buena persona, enfatizando lo mucho que trabaja, como si la mera cantidad de tiempo invertido garantizara la valía de lo que está haciendo -tan laboriosamente-.

Nos hemos convertido en devotos de la noción de que es sólo la procrastinación lo que nos frena, y que tendríamos éxito si nos obligáramos a trabajar más.

Pero hay un pensamiento más inquietante que mantenemos a raya: que quizás el simple hecho de trabajar duro no sea el factor decisivo, que podemos trabajar durante años y no producir nada bueno, o (por otro lado) quedarnos sentados durante décadas y luego -en unas pocas semanas- hacer algo que cambie la historia. El fetiche de las horas de trabajo nos distrae de una verdad muy incómoda: que el trabajo duro a menudo no es suficiente y que, cuando el talento es supremo, uno puede salirse con la suya con mucha "pereza" .

Renombrando la procrastinación

Lo que denigramos como procrastinación a veces podría ser más generoso -y más preciso- rebautizado de formas muy diferentes.

La actividad de procrastinar puede llamarse mejor                            Gente que lo hizo bien
Mirar por la ventana                                                                                   

Dar a las partes más tranquilas                                                                   Virginia Woolf
de la mente la oportunidad de ser escuchadas                                            Marcel Proust                                                                                                                                                Sócrates                   
Tumbarse en la cama durante horas Pensar, acumular                               Elizabeth David
autoconocimiento René Descartes                                                              Henry David Thoreau
                                                                                                          
Conversar con amigos     Filosofía                                                           
Hacer una merienda         Desarrollar un nuevo estilo de cocina                   
Dar un paseo                    Comunicarse con el universo 

En otras palabras, lo que hacemos cuando procrastinamos no es necesariamente malo; sólo parece inoportuno en ese preciso momento y puede ser difícil de explicar a personas ajenas que desconfían.

Cuando parece que estamos "perdiendo el tiempo", a menudo estamos trabajando en actividades que están a punto de convertirse en algo realmente productivo y admirable.

Queda suficiente tiempo

Hasta muy tarde en su vida, el filósofo alemán del siglo XVIII Immanuel Kant fue considerado por sus contemporáneos como propenso a perder el tiempo. Iba a muchas fiestas, coqueteaba, charlaba amablemente toda la tarde y la noche. No publicó su primer libro importante hasta los cincuenta años: un tratado muy difícil, pero muy influyente, sobre la estructura básica de la experiencia, titulado Crítica de la razón pura.  En la década siguiente escribió otras dos obras importantes: la Crítica de la razón práctica (que trata de la ética) y la Crítica del juicio (que trata de responder a la pregunta: ¿qué es la belleza?). Sin embargo, todo llegó muy tarde (la esperanza de vida para un hombre de su época era de 44 años).

A veces utilizamos el hecho de haber perdido mucho tiempo como razón para no empezar. Parece imposible que hayamos llegado a más de la mitad de nuestra vida y todavía tengamos la oportunidad de conseguir algo importante: formar una familia, dirigir un negocio, inventar una máquina, escribir un libro o construir una casa. Las historias de triunfadores tardíos son, por tanto, de especial importancia para los que se odian a sí mismos y dudan de su capacidad de postergación.

No debemos avergonzarnos por la cantidad de tiempo que hemos perdido sentados en el sofá. Probablemente nos ha enseñado mucho; nos ha dejado una reserva de autodesprecio que podemos utilizar para avivar nuestros esfuerzos y nos ha acercado fructíferamente a esa fecha límite para asegurarnos de que ahora tenemos la motivación para terminar nuestro verdadero trabajo antes de que se nos acabe el tiempo.

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