Elogio de las pequeñas charlas con extraños

Los orígenes del síndrome del impostor

Hay una aflicción peculiar que puede afectar a quienes han pasado muchos y pacientes años trabajando para alcanzar sus objetivos profesionales y, por fin, están a un paso de dominarlos y alcanzar el éxito.

Los orígenes del síndrome del impostor
Imagen: Anete Lusina/Pexels

Justo cuando se les pide que den el siguiente paso en su progresión -dirigir un equipo, pronunciar discursos, ponerse el uniforme-, entran en un estado de parálisis y terror que amenaza con socavar por completo las oportunidades que tanto les ha costado conseguir. Puede que tengan que huir del estrado o de la sala de reuniones; puede que empiecen a sudar o que desarrollen un impedimento para hablar o una dolencia estomacal debilitante. Se convierten en niños asustados e inmovilizados por los retos de un papel adulto.

Lo que no puede superar quien padece el llamado síndrome del impostor es la sensación de que hay mucho en su propio carácter que le incapacita para la dignidad y la responsabilidad de un cargo superior. No pueden olvidar la magnitud de su ignorancia, la escala de sus dudas sobre sí mismos, el número de sus errores y sus continuos grados de idiotez, aprensión y estupidez. Escanean los rostros y las biografías de aquellos a los que pretenden emular y no ven en ellos ninguna prueba de nada parecido a sus propias debilidades. Nadie más en su nuevo rango parece tan asustado, dubitativo, inmaduro o débil como ellos saben que son. Nadie más tiene ensoñaciones tan tontas ni alberga tanta pereza y cobardía. Su escrupulosa conciencia de sus deficiencias actúa como argumento definitivo contra su propio avance.

Por supuesto, en realidad, los que padecen el síndrome del impostor no están más incapacitados para la responsabilidad que cualquier otra persona; simplemente se odian a sí mismos con mayor implacabilidad. Son incapaces de tener una perspectiva adecuada de sus defectos y no pueden enmarcarlos en una comprensión amplia y comprensiva de las imperfecciones inherentes y necesarias de nuestra especie. No son culpables de más errores, sino que tienen una conciencia más tiránica y estrechamente enfocada. Se ha permitido que un grado de absurdo que comparten con todos los demás humanos se convierta en un argumento concluyente contra la posibilidad de una vida satisfactoria. 

En el fondo, quienes padecen el síndrome no conocen suficientemente bien a los demás. Ya sea por subterfugio o por casualidad, se les ha negado un conocimiento profundo y liberador de los recovecos de las mentes de quienes les rodean. No han asumido que -por necesidad- casi todas las locuras, desviaciones o errores de cálculo que existen en sus cabezas tendrán un corolario en las de los demás. Han creído en la majestuosidad exterior de los demás. 

En algún momento de su desarrollo temprano, es probable que a estos enfermos se les haya exigido mucho más que a otros niños. Se les negó una experiencia de perdón amoroso por todos los tropiezos que naturalmente pertenecen a nuestro desarrollo. Los errores y las angustias ordinarias atraían una censura y una vergüenza indebidas, como si fueran excepcionalmente malvados por ser totalmente normales, con el resultado de que estos enfermos ahora se gritan y se atacan a sí mismos sin tregua cuando la salud exigiría un tono de clemencia y absolución.

A la hora de tranquilizar a los afectados por el síndrome del impostor, no debemos insistir en cuántos puntos fuertes y cualidades poseen en realidad. Por el contrario, deberíamos aceptar -con mayor amabilidad y eficacia- el registro de sus dudas y debilidades, pero luego permitirles ver lo normales y poco alarmantes que son en realidad. No son una prueba de que los afectados estén destinados a ser para siempre "niños" incapaces de afrontar la situación; no hay verdaderos "adultos" en ninguna parte, en el sentido de dechados de intrepidez y virtud. Sólo hay un montón de personas adultas que más o menos aguantan durante un tiempo frente a sus propias excentricidades psicológicas, dando un buen espectáculo la mayor parte del tiempo, haciéndolo lo mejor que pueden y, de vez en cuando, corriendo a casa para sollozar y desesperarse, entrar en pánico y gritar. Nadie es nunca tan competente como cree que debería ser; lo que varía es lo tolerantes que pueden ser las personas con su propia incompetencia.

Los que están preocupados por su éxito no son impostores; tienen los mismos atributos que cualquier otra persona que haya conseguido forjarse una carrera satisfactoria. Toda la vida profesional sensata es, en muchos sentidos, un acto glorificado, una hermosa farsa oculta, a la que no deberíamos sentir ningún reparo en unirnos y en la que deberíamos prosperar. Nuestros aspectos absurdos nunca deberían ser un argumento para avergonzarnos o para oponernos al éxito.

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